Videla habló con una revista de Córdoba sobre la complicidad de la Iglesia Católica con la dictadura militar. El rol de Laghi y Primatesta y el testimonio de un ex sacerdote. No sólo asesoraron a la Junta sobre cómo manejar la cuestión de los detenidos-desaparecidos. También le ofrecieron sus “buenos oficios” para informar a algunas familias del asesinato de sus hijos garantizando que no lo hicieran público. Se comprende por qué hasta hoy la Iglesia no ha excomulgado a Videla.
El ex dictador Jorge Videla dijo
que el ex nuncio apostólico Pío Laghi, el ex presidente de la Iglesia Católica
de la Argentina Raúl
Primatesta, y otros obispos de la Conferencia Episcopal
asesoraron a su gobierno sobre la forma de manejar la situación de las personas
detenidas-desaparecidas. Según Videla la Iglesia “ofreció sus buenos oficios” para que el
gobierno de facto informara de la muerte de sus hijos a familias que no lo
hicieran público, de modo que cesaran la búsqueda. Esto confirma el conocimiento
de primera mano que esa institución tenía sobre los crímenes de la dictadura
militar, como consta en los documentos secretos cuya autenticidad el Episcopado
reconoció ante la justicia hace dos meses. Pero además muestra un
involucramiento episcopal activo para que esa información no trascendiera
tampoco por comentarios de los familiares de las víctimas, de cuyo silencio la Iglesia era garante.
Diálogos en la cárcel
El reportaje con la revista
cordobesa El Sur, que edita en Río Cuarto Hernán Vaca Narvaja, se realizó antes
de los concedidos al periodista español Ricardo Angoso y al argentino Ceferino
Reato, pero sólo se divulgó esta semana. Fue realizado en tres partes por el
periodista Adolfo Ruiz, en la cárcel de alta seguridad de Bouwer, donde el ex
jefe de la Junta Militar
estuvo detenido entre el 26 de junio y el 23 de diciembre de 2010, mientras se
extendieron las audiencias del juicio por los crímenes de lesa humanidad
cometidos en la cárcel de Córdoba conocida como UP1. Videla fue condenado en
ese proceso a prisión perpetua por los asesinatos de 31 prisioneros dentro de
la cárcel o mediante fraguados intentos de rescate en ocasión de traslados.
Videla recibió a Ruiz el 6 y el 13 de agosto y el 18 de octubre de 2010 en el
locutorio de la cárcel de Bouwer, cuyos dos mil internos superan el número de
pobladores de esa pequeña ciudad, que hasta hace dos años fue el depósito de
los residuos domiciliarios de Córdoba. Antes de comenzar puso como condición
que sus palabras recién se difundieran cuando dejara la provincia, como consta
en la carta manuscrita que se reproduce aquí.
Como en aquellas otras
entrevistas y en sus alegatos judiciales, Videla justificó el plan que aplicó la Junta Militar por
los “decretos de aniquilación” firmados por el ex presidente interino Italo
Luder, que constituyeron “una licencia para matar concedida por un gobierno
democrático”. Cuando el periodista le inquirió si esa licencia incluía las
torturas, el robo de bebés y el saqueo de los bienes de las víctimas, dijo que
esas “bajezas humanas” se debieron al gran “poder y libertad de acción
otorgados al Ejército”, situación en la cual “es inevitable que muchos utilicen
esas libertades en beneficio propio”. Agregó que con los juicios él y sus
camaradas pagan el costo de “no haber blanqueado” los métodos dispuestos
entonces.
Videla sostiene que “hacia el
final de mi mandato, entre el ’80 y el ’81, se llegó a evaluar la posibilidad
de publicar la lista, blanquear los desaparecidos”. Explica que “no era tan
fácil, porque además íbamos a estar expuestos a la contra pregunta. Si a una
madre le decíamos que su hijo estaba en la lista, nadie le impediría que
preguntara ¿dónde está enterrado, para llevarle una flor? ¿quiénes lo mataron?
¿por qué? ¿cómo lo mataron? No había respuestas para cada una de esas
preguntas, y creímos que era embochinchar más esa realidad, y que sólo
lograríamos afectar la credibilidad. Entonces en ese momento no se quiso correr
ese riesgo”. El razonamiento es idéntico al que Videla suministró a la Comisión Ejecutiva
del Episcopado, cuando los obispos le transmitieron que el método de la
desaparición de personas produciría a la larga “malos efectos”, dada “la
amargura que deja en muchas familias”. Pero la fecha es muy anterior a la que
menciona el dictador. Ese diálogo tuvo lugar el 10 de abril de 1978 durante un
almuerzo de Videla con la
Comisión Ejecutiva del Episcopado, que presidía el arzobispo
de Córdoba Primatesta y que también integraban los arzobispos de Santa Fe y de la Capital Federal,
Vicente Zazpe y Juan Aramburu, como vicepresidentes.
Primatesta hizo referencia a las
desapariciones producidas durante la
Pascua de 1978, “en un procedimiento muy similar al utilizado
cuando secuestraron a las dos religiosas francesas”. Videla respondió que
“sería lo más obvio decir que éstos ya están muertos, se trataría de pasar una
línea divisoria y éstos han desaparecido y no están. Pero aunque eso parezca lo
más claro sin embargo da pie a una serie de preguntas sobre dónde están
sepultados: ¿en una fosa común? En ese caso, ¿quién los puso en esa fosa? Una
serie de preguntas que la autoridad del gobierno no puede responder
sinceramente por las consecuencias sobre personas”, es decir para proteger a
los secuestradores y asesinos.
El detalle de este diálogo consta
en una minuta que los tres arzobispos redactaron en la sede del Episcopado en
cuanto concluyó el almuerzo para enviarla al Vaticano. La autenticidad de ese
texto fue reconocida por la Conferencia Episcopal, que hoy preside el
arzobispo de Santa Fe, José Arancedo, ante una consulta de la jueza federal de
San Martín, Martina Forns, luego de su publicación aquí. Pero en el reportaje
con El Sur, Videla describe un grado de complicidad de la Iglesia Católica
con los crímenes de su gobierno superior a lo que se conocía y con un carácter
institucional que comprende tanto al Episcopado local como a la sede central en
Roma. No se trata sólo de callar lo que sabían para no “hacer daño al
gobierno”, como dijo Primatesta aquel día de 1978, sino incluso de asesorar a la Junta Militar y garantizar
que tampoco los familiares de las víctimas contaran lo que había ocurrido con
sus hijos.
Lo que sigue es la transcripción textual del
tramo de la entrevista sobre el tema:
–No deja de llamar la atención la
forma en que se refiere a la situación de los desaparecidos. Hace sentir que
para usted es un tema pendiente.
–La desaparición de personas fue
una cosa lamentable en esta guerra. Hasta el día de hoy la seguimos
discutiendo. En mi vida lo he hablado con muchas personas. Con Primatesta,
muchas veces. Con la
Conferencia Episcopal Argentina, no a pleno, sino con algunos
obispos. Con ellos hemos tenido muchas charlas. Con el nuncio apostólico Pío
Laghi. Se lo planteó como una situación muy dolorosa y nos asesoraron sobre la
forma de manejarla. En algunos casos, la Iglesia ofreció sus buenos oficios, y frente a
familiares que se tenía la certeza de que no harían un uso político de la
información, se les dijo que no busquen más a su hijo porque estaba muerto.
–No parece suficiente.
–Es que la repregunta es un
derecho que todas las familias tienen. Eso lo comprendió bien la Iglesia y también asumió
los riesgos.
Hasta la expresión impersonal
escogida por Videla (“se lo planteó”, “se les dijo”) trasluce la identidad
entre Iglesia y Dictadura.
El rol de Laghi
La minuta para el Vaticano
también muestra el conocimiento de la Iglesia sobre el secuestro de las religiosas
francesas Alice Domon y Léonie Duquet. Sin embargo, cuando la superiora de las
monjas en la Argentina,
Evelyn Lamartine, y la religiosa Montserrat Bertrán recurrieron a Laghi, el
nuncio las miró “como si fuéramos bichos asquerosos, y nos dijo: ‘Nosotros no
sabemos nada, por algo habrá sido’. Montse se arrodilló y le rogó que hiciera
algo. El se la sacó de encima, instintivamente, describe Evelyn, que entonces
pensó: ‘Dios no se olvida de lo que dijiste’”.
Su testimonio fue recogido por María Arce,
Andrea Basconi y Florencia Bianco, cuya investigación fue publicada por Clarín
en 2007. Un obispo y una madre superiora llegaron desde Francia para interesarse
por Alice y Léonie, pero Primatesta ordenó desmentirlo y explicar que sólo
venían a pasar Navidad. En 1995, bajo la conmoción de las revelaciones del ex
capitán Adolfo Scilingo sobre el asesinato de prisioneros arrojados al mar, la
esposa del secuestrado periodista Julián Delgado, María Ignacia Cercós, contó
que el Comandante en Jefe de la Armada Armando Lambruschini consultó con Laghi
acerca del destino de 40 detenidos-desaparecidos en la ESMA, que su antecesor,
Emilio Massera, le había entregado al retirarse. Lambruschini no quería
matarlos pero temía que si los dejaba en libertad contaran lo padecido en la ESMA, tal como ocurrió, y le
preguntó a Laghi qué hacer. Según Cercós, el concimiento de Laghi sobre lo que
sucedía en aquel campo de concentración llegaba hasta la nómina de los
prisioneros que aún quedaban con vida.
Ante el pedido de María Ignacia,
Laghi consultó esa lista y “me dijo que Julián no estaba entre ellos. Quiere
decir que tenía pleno acceso a la información”. En aquel momento, el propio
Massera defendió a Laghi de tales “noticias calumniosas” y dijo que se preocupó
en forma permanente por la suerte de “los llamados desaparecidos”. El problema
es que Laghi había elegido la estrategia opuesta: negar que hubiera conocido la
índole y la extensión de las violaciones a los derechos humanos. Dijo que “no
tenía ni micrófonos ni espías que fuesen a los cuarteles a ver lo que los
militares hacían”.
Sus amigos Oscar Justo Laguna (quien al morir este año
estaba procesado por la justicia federal de San Nicolás, por haber mentido en
su testimonio sobre el asesinato de su colega Carlos Horacio Ponce de León),
Alcides Jorge Pedro Casaretto, Carlos Galán, Domingo Castagna y Emilio Bianchi
di Carcano sostuvieron que declaraciones como la de María Ignacia Cercós
podrían “reinstalar entre nosotros no ya la violencia de las armas sino la de
la venganza”.
La esposa de Julián Delgado dijo entonces que durante años estuvo
agradecida a Laghi por sus gestiones. “Pero ahora sé que no puedo perdonarle su
silencio cómplice. Me siento un monstruo por haber escuchado esas cosas sin
reaccionar.” El propio jefe máximo de aquella Junta Militar, sin el menor asomo
de crítica, confirma tres décadas después el asesoramiento de Laghi sobre el
secreto más horrendo y peor guardado de la dictadura.
La Eucaristía
Recuerdos coincidentes tienen
muchos sacerdotes que en aquellos años frecuentaron a Laghi. Uno de ellos, Hugo
Collosa, de Rafaela, le narró al periodista Carlos del Frade que Laghi visitó
esa ciudad santafesina luego de la muerte de su obispo, Antonio Alfredo Brasca,
incendiado por un cáncer en 1976. La enfermedad se adelantó a las Fuerzas
Armadas, que lo tenían en su lista corta de aversiones.
En el Obispado se reunían las
agrupaciones laicas que militaban en los barrios más humildes y las del
peronismo revolucionario, que tenían algunos miembros en común, entre ellos un
sacerdote. Brasca se había manifestado en apoyo del movimiento de Sacerdotes
por el Tercer Mundo junto con los obispos Enrique Angelelli, Ponce de León y Alberto
Devoto. “Laghi vino a maltratarnos”, dice Collosa, quien ya no es sacerdote.
“No tenía ninguna intención de discutir el perfil del nuevo obispo ni mucho
menos que se siguiera la línea de Brasca. Lo llevamos a almorzar en un comedor
para chicos de la ciudad y allí, a varios sacerdotes, nos contó de los vuelos
de la muerte, de los secuestros, las desapariciones y las torturas. Es decir
que ellos ya sabían lo que estaba pasando con lujo de detalles desde mucho
antes que 1978. Y hablaba con fundamento de lo que hacía cada una de las tres
armas.
Nosotros ya habíamos sufrido el secuestro del
padre Raúl Troncoso que militaba en barrio Fátima, y estábamos muy preocupados.
Después lo mandaron a Cassaretto que hizo una pastoral totalmente distinta a la
de Brasca y bien cercana a los sectores dominantes de la ciudad”.
La primera
entrevista de Videla con el periodista cordobés se interrumpió cuando lo
trasladaron al Hospital Militar para tratarse de una incipiente bronquitis.
Formaba parte de la comitiva que buscó a Videla “un hombre canoso que venía,
cáliz y alba en mano, a darle la
Eucaristía”. Es decir que pese a las sucesivas condenas por
los más graves delitos, la
Iglesia Católica no consideró necesario excomulgarlo, pena
eclesiástica que impide la recepción de los sacramentos y se aplica a los
pecados graves. El no considerar como tales los delitos de Videla certifica la
prolongación en el tiempo de la complicidad eclesiástica con ellos.