Pocos meses antes de la crisis de 2001, más precisamente el 18 de julio, participé en una polémica sobre el Día de la Independencia que me gustaría rememorar, mencionando sólo las ideas expresadas en ella sin nombrar a sus interlocutores, porque las creo en plena vigencia y lo que vale es la discusión y no quién las dijo. En primer lugar, los participantes buscaban comparar el 25 de mayo con el 9 de julio y algunos afirmaban que el primero había sido un fenómeno revolucionario y el segundo un hecho más conservador. Lo que se discutía era que el 25 de mayo no significaba sólo la caída del rey de España sino también cubrir un vacío político poniendo en vigencia la soberanía popular como base de poder, mientras que el 9 de julio constituía un intento de control frente a la existencia de varias fuerzas provinciales centrípetas que planteaban sus propios proyectos, en especial Artigas en la Banda Oriental. Pero este tipo de análisis disminuye el valor de la guerra de la independencia, así como también el hecho de que la exigencia de declarar la desvinculación total de España vino del propio San Martín. De modo de sustentar que el país proclamara finalmente su autonomía política no tenía que ver con la sangre que entonces se estaba derramando para lograrla sino de un cálculo político interno.
Por otra parte, se afirmaba que San Martín no tenía un pensamiento progresista y por eso defendía como forma de gobierno la monarquía, cuando lo progresista en él era la idea misma de la independencia, que no estaba resuelta todavía en los campos de batalla y era boicoteada por muchos en Buenos Aires que le negaban su ayuda. Del mismo modo, cuando se comparaban los propósitos de San Martín con los de Alvear, bien llamado “carrerista de la revolución”, se señaló que la opción de aquellos que en aquel momento planteaban como fundamental no tanto la independencia sino la alianza con Inglaterra –algo que Belgrano llamaba “cambiar amo viejo por amo nuevo”– era progresista. Recordé entonces que el empréstito Baring, de 1824, con los ingleses, constituyó el comienzo de una relación subordinada que nació muy temprano en Argentina y llegó para quedarse. Y hubo quien me respondió (hoy parecería una afirmación sorprendente) que era un desarrollo progresista vincularse con el mercado financiero internacional. En el caso de aquel empréstito, y de la mayoría de los que vinieron después, eso no resultó cierto sino que significó, como lo reconoce la casi totalidad de los historiadores argentinos y extranjeros, una verdadera estafa para el país, porque no dejó beneficio alguno y dio comienzo a un largo proceso de endeudamiento externo.
Keynes, que del imperio al que pertenecía conocía mucho, señaló en un brillante artículo que la fortuna de Inglaterra se había basado en un fabuloso botín que Sir Francis Drake le robó a España apoderándose de una flota de la corona rival que transportaba oro y metales preciosos de América al Viejo Mundo: habría sido ese hecho el que permitió salvar al reino de Isabel I, entonces en bancarrota. Calculando el monto resultante, invertido a una tasa de interés compuesta razonable desde aquella época hasta comienzos del siglo XX, pudo ser también el inicio de la transformación de su país en un imperio económico y colonial (Ensayos de Persuasión). Creo que Keynes simplificaba con cierta ironía una realidad que se produjo y por una multiplicidad de medios, no sólo el saqueo de una flota, y entre esos medios estaba el empréstito Baring.
En la polémica se sostuvo también una idea peregrina: que la Argentina se enriqueció a pesar del endeudamiento y las relaciones desiguales. Y yo señalaba, por el contrario, cuánto más habríamos progresado si se adoptaban, al igual que otros países de desarrollo similar (Canadá, Australia), caminos distintos, como el de la industrialización y el de un mejor reparto de las tierras (incluyendo a numerosos inmigrantes), que no se hizo, quedando éstas en manos de una pequeña elite que se apropió del poder político y sostuvo por mucho tiempo un modelo exclusivamente agroexportador.
La polémica terminaba con la misma crisis que ya acechaba al país y allí planteamos una crítica al proceso de privatizaciones, sobre todo de Aerolíneas Argentinas, ya en bancarrota, y de YPF, que representaba un recurso estratégico fundamental, como lo notamos hoy. Pero aquellas ideas en torno de la independencia del país que se discutieron entonces, premonitorias de la crisis que unos meses después vivimos, formaban parte de una cultura histórica donde lo que prevaleció fue la subestimación de todo interés nacional o, más directamente, la cultura de vivir dependiendo de otros o sometiéndose a factores o condiciones externas.
Un documento secreto del Foreign Office de los años cuarenta decía sin tapujos que “las clases dirigentes argentinas se creían una parte integral de la economía europea” (F.O. 6-2-1942). Hecho que se reflejaba en aquella época en la famosa frase del vicepresidente Julio A. Roca (h), quien llegó a sostener durante la firma del Pacto Roca-Runciman que “la Argentina desde un punto de vista económico debía considerarse parte del imperio británico”. Pero fue en la década del ’90 que los planteos de subordinación monetaria alcanzaron su máxima expresión con la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central y, más tarde, durante la crisis de 2001 con las propuestas de dolarización de la economía y de su manejo por parte de expertos “externos”. En el 2002, un historiador argentino desarrolló, en un congreso internacional de historia económica que se hizo en el país, una idea pergeñada por dos economistas del MIT, institución académica estadounidense: para salir de la crisis, la Argentina debía abandonar su soberanía financiera y económica por unos años. Aquellos economistas afirmaban “que no se renunciaba a la identidad y el orgullo nacional al aceptar que unos cuantos extranjeros” conduzcan la política económica. Para tal fin inventaron la variante de la “credibilidad importada”. Si Argentina quería tener acceso al crédito internacional y a una política monetaria sólida –decían– hay que traer un banquero central internacional reconocido para que conduzca la economía con un juego de normas estrictas. No es extraño que con esa larga historia que padecimos, y de la que ahora procuramos recobrarnos, exista todavía la cultura de una moneda extranjera que por supuesto no emitimos y constituye un elemento de presunto ahorro o fuga de capitales que deteriora nuestra economía externa.
Debemos recordar, finalmente, que los que impusieron por primera vez el control de cambios en la Argentina, que duró más de diez años, fueron los gobiernos conservadores de los años ’30 para hacer frente a la crisis mundial de entonces, aunque con una salvedad. Como decía en mayo de 1939, en una carta al editor del Times de Londres, J. A. Dodero, presidente de la Cámara de Comercio Argentino en Gran Bretaña, “en una época en que se reducen drásticamente los permisos de cambio para importaciones provenientes de muchos países, las mercaderías inglesas entran con un tipo preferencial de cambio”. Lo que estaba justificado –a su juicio– para que las firmas británicas pudieran aprovechar en su totalidad las oportunidades excepcionales que por razones tanto “sentimentales como económicas, los esperan en el mercado sudamericano más importante para Gran Bretaña, la Argentina”. Y Dodero finalizaba afirmando: “Las palabras made in England... son algo que todos los argentinos aprecian en su verdadero valor”.
Creo que ahora entendemos mejor las resistencias que tuvieron en su época, donde estas concepciones ya existían, San Martín y otros próceres para lograr el 9 de julio de 1816 la proclamación de la independencia del país.
Vía pagina12 Por Mario Rapoport