martes, 4 de septiembre de 2012

Contra el tutelaje, elogio del voto juvenil


La juventud no existe.
Mejor aclaro: no existe como un dato por fuera de la historia. La juventud no es un dato de la naturaleza, de lo dado, sino que su estatuto (qué es ser joven) se construye.
La juventud se hace históricamente en relación con una liminalidad que varía de una cultura a otra y en las diferencias de clase, de género, de etnia, de religión. Los límites de la juventud no son naturales, sino que son socialmente construidos y culturalmente compartidos, reforzados a través de ritos que marcan la entrada al mundo adulto de acuerdo con las épocas.
En 1928, la joven antropóloga Margaret Mead, sorprendida por el desconcierto de su época con respecto a los jóvenes, se interna en las tribus samoanas primitivas, aquellas que se piensa con poco contacto con la llamada civilización occidental, para realizar uno de los primeros aportes de las ciencias sociales sobre la juventud. Allí lleva adelante un trabajo etnográfico que presta especial atención a los modos de vida y de integración de los jóvenes con su cultura. En la introducción a su libro Adolescencia, sexo y cultura en Samoa, ella dice: “He descripto la vida de estas jóvenes... y con esta descripción he tratado de responder al interrogante que me llevó a Samoa: los dolores que afligen a nuestros adolescentes, ¿se deben a la naturaleza de la adolescencia misma o a los efectos de la civilización? Bajo diferentes condiciones, ¿la adolescencia presenta un cuadro distinto?” (Mead, 1979, p. 24). En su investigación deja clara constancia de la no existencia de una naturaleza del ser joven sino, por lo contrario, de la dimensión cultural e histórica de la categoría.
Tan es así que incluso es posible pensar junto con los historiadores que es recién a partir del siglo XVII que en Occidente la niñez comienza a tener existencia social, ya que con anterioridad los niños vivían revueltos en la casa, en el mundo del trabajo, hasta en las camas, sin tener un estatuto particular. Y que es recién en el siglo XX, de la mano de procesos tan variados como la extensión de la vida y de la escolaridad, el desarrollo de las industrias culturales y las nuevas figuras jurídicas de posguerra ligados a los derechos humanos (para nombrar sólo algunos) que se comienza a hablar de juventud en los términos en que lo hacemos hoy.
La juventud implica entonces una biología (una moratoria vital ante la muerte, se ha dicho no sin problemas), pero que está siempre atravesada social y culturalmente. Por lo tanto ha habido y hay multiplicidad de modos de ser joven que se exponen juntos a una época a la que le dan respuestas más y menos creativas. Y estas épocas han sido en ocasiones luminosas y convocantes, y en otras siniestras, como lo fue la última dictadura.
La época que hoy en la Argentina llama a los jóvenes a la vida pública está marcada por un horizonte de derechos que los interpela a hacer sueños.
En este contexto es que en los últimos días se discute la posibilidad o no de que los jóvenes puedan votar.
Ante una iniciativa a favor del oficialismo, se alzan las voces conservadoras de siempre: que no pueden, que no están preparados, que van a ser usados.
El saber producido en el amplio campo de los estudios de juventud desde las ciencias sociales ha construido a lo largo de décadas un acervo de conocimiento público y disponible que niega la existencia de una especie de recorrido evolucionista en el cual en un momento se dan las condiciones para que se ejerza la ciudadanía política y en otro no. Nada indica que los jóvenes no puedan votar a los 16. Eso sólo lo indica una mirada adultocrática que siempre los ha visto como sujetos de la carencia (no pueden decidir, no pueden interesarse, no pueden hacerse cargo... no pueden nada) y que por lo tanto hay que tutelarlos. Es la mirada que se inscribe en una tradición clasista y patriarcal que en algún momento dijo también que las mujeres no podían votar, que los negros no podían votar, que los locos no podían votar.
Pero éste es un momento de ampliación y profundización de derechos. Y los jóvenes, aquellos a los que se acusó durante décadas del deterioro de las sociedades (diciéndoles que eran apáticos y desinteresados o situándolos como los agentes del peligro desde los discursos de la seguridad ciudadana y la tolerancia cero), hoy están tomando la política como propia. No es que se suman a ella, sino que la transforman. La sacan de la miseria en que la había hundido el crimen más profundo, ese que denunciara Rodolfo Walsh en su Carta a las Juntas. Ese crimen que comenzó con la dictadura y que se continuó durante la larga década neoliberal.
Los jóvenes hoy pueden votar porque hay una sociedad que es más democrática que antes y porque son ellos los que han protagonizado el proceso que lo permitió. Sólo a los ignorantes o a los malintencionados de siempre se les puede ocurrir que no están capacitados. Qué ironía: justo estos jóvenes, que fueron capaces de transformarlo todo.
Por Florencia Saintout, Directora del Observatorio de Juventud y Comunicación de la UNLP.
Vía pagina12